Por Miguel Ángel Millán*
* Miguel Ángel Millán es interventor educativo con discapacidad y asesor en tecnología adaptada.
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Cuando hablamos de una dictadura puede parecer algo que solo pertenece a los libros de historia o a los titulares de noticias lejanas, sin embargo, la dictadura es una forma de gobierno que existe en nuestros días y, lo que es peor, podría estar más cerca de lo que imaginamos. En su esencia, una dictadura es un sistema en el que el poder se concentra en una sola persona o un grupo pequeño, dejando a un lado el derecho de los ciudadanos a decidir sobre su futuro, eliminando las voces que podrían estar en desacuerdo y controlando cada aspecto de la vida social, política y económica de la nación.
En muchos casos, las dictaduras comienzan con promesas de cambio, con líderes que aseguran que saben lo que es mejor para su pueblo, pero, al concentrarse el poder en una sola figura, los derechos y libertades de la población empiezan a desaparecer poco a poco. Hoy en día, podemos observar ejemplos claros de dictaduras en naciones como Venezuela, Cuba o Corea del Norte.
En Venezuela, bajo el liderazgo de Nicolás Maduro, hemos sido testigos de un proceso en el que el gobierno se ha convertido en el único árbitro de todas las decisiones importantes, dejando sin espacio al debate y la oposición. Las elecciones no son transparentes, los medios de comunicación independientes son censurados y los ciudadanos viven bajo una constante vigilancia. Esto no solo impide la participación democrática, sino que también priva a la población de las necesidades básicas, como alimentos y medicinas, que han sido manipuladas como una herramienta de control.
En Cuba, con la permanencia en el poder de la familia Castro y su continuador Miguel Díaz-Canel, los ciudadanos viven bajo una estructura en la que el Estado controla todos los aspectos de sus vidas. El derecho a disentir o expresar críticas es castigado con dureza, y los cubanos carecen de oportunidades para mejorar sus condiciones de vida por la falta de libertades económicas y sociales.
Corea del Norte representa uno de los casos más extremos. Kim Jong-un mantiene un control absoluto sobre la información, el movimiento y la vida diaria de la población, lo que impide cualquier posibilidad de oposición o disidencia. Las violaciones a los derechos humanos en este país son constantes, y el gobierno se asegura de mantener una imagen de poder inquebrantable mientras la población vive bajo un estricto régimen de obediencia.
Aunque estos ejemplos pueden parecer lejanos, existen señales en México que nos invitan a reflexionar si el camino hacia una concentración excesiva del poder ya está en marcha. En las últimas semanas, hemos visto cómo la Presidencia de la República se ha empeñado en socavar la autonomía del Poder Judicial, lo que representa una amenaza directa a la división de poderes, uno de los pilares fundamentales de cualquier democracia. Esta división tiene como objetivo evitar que una sola persona o grupo tome decisiones sin ningún contrapeso, pero las reformas recientes buscan eliminar estos contrapesos y poner al gobierno como juez y parte.
Otro aspecto preocupante es la concentración del poder en un solo partido, donde el Congreso aprueba leyes impulsadas por la Presidencia de manera casi automática, sin el debido análisis ni discusión que debería existir en una democracia sana. Estas decisiones rápidas y sin debate reflejan un sistema donde las voces diversas quedan silenciadas y las decisiones son tomadas por unos pocos que ya están alineados con los intereses del presidente.
La desaparición de organismos autónomos es otro punto alarmante. Los organismos reguladores son necesarios para garantizar la imparcialidad y la transparencia en la administración pública. Si se eliminan o se subordinan al poder presidencial, el resultado es la falta de fiscalización y una concentración total del control en un solo grupo. Cuando se elimina la autonomía, el gobierno se convierte en juez de sí mismo, con lo cual cualquier posibilidad de crítica o corrección se desvanece.
Además, la militarización del país se ha convertido en una práctica preocupante. Bajo el pretexto de mantener la seguridad y el orden, se le ha dado más poder al Ejército para actuar en tareas civiles, lo cual va en contra de la naturaleza de una democracia, donde el Ejército debe estar subordinado a los poderes civiles y no ser quien los controle. La historia nos ha mostrado que cuando el poder militar toma protagonismo en la vida civil, las libertades se reducen y el país puede ser conducido hacia el autoritarismo. Lo más preocupante es que esta militarización no ha beneficiado la seguridad de la población; pese a la mayor presencia militar, no se le está haciendo frente al crimen organizado de manera efectiva, lo que deja a los ciudadanos igual de vulnerables que antes.
Mientras tanto, la población parece estar distraída con otros temas. Nos preocupamos por la próxima fecha en que el gobierno entregará un nuevo apoyo económico o por los espectáculos mediáticos que llenan las redes sociales. Pero la realidad es que, mientras elegimos mirar hacia otro lado, nuestra democracia se va erosionando. Estamos cediendo derechos y libertades sin siquiera darnos cuenta de las consecuencias a largo plazo.
No se trata de afirmar que ya vivimos en una dictadura, pero es fundamental reconocer las señales. Las dictaduras no siempre aparecen de golpe; muchas veces se construyen poco a poco, hasta que un día, cuando despertamos, nos damos cuenta de que ya no tenemos voz ni voto en nuestras propias vidas. Es urgente que despertemos y que nos involucremos como ciudadanos. Porque mientras esperamos el próximo apoyo económico, la vida como la conocemos está cambiando, y no nos estamos dando cuenta.
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