Por Miguel Ángel Millán
* Miguel Ángel Millán es interventor educativo con discapacidad y asesor en tecnología adaptada.
En las últimas décadas, hemos sido testigos de una alarmante normalización de la violencia dentro de nuestras sociedades, un fenómeno que, lejos de disminuir, parece intensificarse con el paso del tiempo.
Esta situación ha llevado a una serie de justificaciones por parte de ciertos sectores que, bajo el pretexto de defender derechos propios, no dudan en atropellar los derechos ajenos. Este artículo tiene como objetivo analizar cómo, como sociedad, nos hemos acostumbrado y, en cierta medida, hemos adoptado una postura pasiva ante la violencia que nos rodea, escalando a niveles que podríamos calificar de inhumanos.
La violencia, en sus múltiples expresiones, se ha infiltrado en todos los sectores de nuestra vida cotidiana, desde el ámbito doméstico hasta el espacio público, desde las redes sociales hasta las noticias que consumimos día a día. Esta omnipresencia ha contribuido a que muchos la consideren parte de la «normalidad», un mal necesario o incluso un mecanismo de defensa legítimo.
Sin embargo, detrás de esta aceptación tácita, yace una peligrosa indiferencia hacia el sufrimiento ajeno y una falta de empatía alarmante.
Uno de los aspectos más preocupantes de esta normalización es la justificación de la violencia como medio para lograr fines supuestamente legítimos. Esta lógica perversa ha encontrado eco en algunos discursos políticos y sociales que, lejos de promover el diálogo y la comprensión mutua, incitan a la confrontación y el enfrentamiento.
Es crucial preguntarnos: ¿cuándo empezamos a ver la agresión como una herramienta aceptable para la resolución de conflictos? La respuesta a esta pregunta nos obliga a mirar críticamente nuestras propias actitudes y los valores que promovemos como sociedad.
Paralelamente, las políticas públicas de seguridad han mostrado una tendencia a invisibilizar y minimizar el problema de la violencia, concentrándose en abordar las causas subyacentes mediante programas asistencialistas, sin enfrentar directamente los actos de violencia desmedida. Si bien es fundamental atender las raíces socioeconómicas y culturales que dan origen a la violencia, no podemos permitir que esto sirva como excusa para no actuar con firmeza ante sus manifestaciones más extremas. La impunidad con la que actúan muchos delincuentes es un reflejo de un sistema de justicia que, en muchos casos, parece más preocupado por mantener las apariencias que por proteger a los ciudadanos.
Nos enfrentamos a un desafío que requiere una respuesta multidimensional. No basta con programas asistenciales o medidas punitivas aisladas; necesitamos un cambio profundo en nuestra cultura y en nuestras instituciones. Este cambio debe empezar por reconocer la violencia como un problema que nos afecta a todos, independientemente de nuestro origen, clase social o ideología. Solo así podremos construir una sociedad en la que el respeto por la vida y la dignidad humana sean los pilares sobre los que se edifiquen nuestras relaciones y nuestras políticas públicas.
En conclusión, la normalización de la violencia es un síntoma de una sociedad enferma, una que ha perdido la brújula ética y que necesita urgentemente reevaluar sus prioridades. Como ciudadanos, tenemos la responsabilidad de exigir a nuestros líderes y a nosotros mismos un compromiso firme con la erradicación de la violencia, no solo a través de leyes y políticas, sino también mediante la promoción de una cultura de paz y solidaridad.
La violencia nunca debe ser una opción, mucho menos una norma.