Saber que mi hijo tenía autismo fue devastador. Luego, gracias al disfrute compartido, logramos una vida plena

Un día, agotada por las noches sin dormir, se tropezó y manchó con témpera el piso y la pared. El chico, a carcajadas, se entusiasmó y tocó la pintura, algo a lo que le rehuía. Ahí se modificó la historia.

Nota: Giselle Vetere/Clarín

Hace exactamente 10 años me encontré frente a la que sería, en aquel entonces, la peor noticia de mi vida. Mi hijo, el ser más importante en mi mundo entero, tenía autismo. Su diagnóstico vino seguido de una frase que ninguna madre debería escuchar jamás: “Las bases de tu hijo están mal y las personas son como edificios. No importa qué tan bueno sea lo que construyas, si las bases están mal, se va a derrumbar”.

Hablar de lo que se puede, no de las limitaciones

Sí: el mundo parecía derrumbarse a mis pies; la palabra autismo retumbaba como una sentencia de sufrimiento perpetuo. El temor de que mi hijo estuviera destinado a una vida aislada, condenado a la exclusión y al padecimiento, irrumpía destruyendo las ilusiones del niño feliz con que había soñado desde el mismo momento en que deseé ser madre. El golpe del diagnóstico, la desesperanza que arrastraba aquella sentencia, y la toma de conciencia de mi desconocimiento sobre el tema pese a mi profesión de psicóloga, me impulsaron a capacitarme en forma casi frenética con un único objetivo: conseguir tantos recursos como pudiera para acompañar lo mejor posible a mi pequeño y darle la mayor calidad de vida posible, más allá de cualquier etiqueta y pronóstico.

No fue fácil. Durante los primeros años, mi hijo presentó trastornos del sueño tan serios que no lograba pasar más de 15 minutos dormido. Respondía con terror frente a estímulos cotidianos e inocuos, como el sonido de destapar una gaseosa o el contacto con la arena. Convencida de que los paseos eran una buena idea siempre, solía llevarlo al parque y a la plaza. El recorrido, que pretendía ser estimulante y agradable, aterraba a mi pequeño. Los bocinazos, los motores de las motos, los repentinos ladridos de algún perro, todo parecía sumirlo en un terror desgarrador. La frustración por no poder tener un paseo normal, una noche en paz, un encuentro familiar fluido sin juicios de valor, era una carga pesada.

Si quería salir adelante, mi día y mi noche tenían que reorganizarse. De día, miraría atentamente las intervenciones terapéuticas de quienes trabajaban con mi hijo para aprender de ellos; tomaría tantos cursos de posgrado como pudiera y aplicaría todas las estrategias que tuvieran el potencial de ayudarnos. De noche, leería tanto como me fuera posible para mejorar mi acompañamiento diurno. El primer tiempo, de un modo muy ordenado y prolijo, fui ejecutando cada una de las estrategias que iba aprendiendo y cumpliendo con las indicaciones terapéuticas. Reduje las horas de trabajo al mínimo, no quería alejarme de mi vocación, pero tampoco quería quitarle tiempo a mi hijo.

Una de las primeras indicaciones fue procurar que mi hijo tocara distintas texturas y se nos sugirió comenzar con espuma de afeitar, temperas y gel para el cabello.

Compré un enorme pote de témpera azul. La sucesión de noches sin dormir hizo que, agotada, tropezara y cayera al piso con el pote, que se rompió en mil pedazos, ensuciando las baldosas y salpicando paredes y muebles. Al borde de las lágrimas exclamé: “¡Qué enchastre!” Y mi hijo empezó a reírse. A reírse con ganas. Entusiasmada por sus carcajadas me olvidé del dolor de la caída y me ensucié más las manos, repitiendo: “¡Qué enchastre!” Y él volvió a reírse. Así me fui ensuciando cada vez más sin levantarme del charco de pintura azul, mientras él me acompañaba con su risa, hasta que, por su propia voluntad, tocó la tempera sin dejar de reírse. Lo que acababa de pasar por pura casualidad se convertiría en una guía para muchos otros desafíos y dificultades.

A partir de entonces decidí esforzarme por hacer cada situación tan divertida como pudiera, de modo que, en lugar de sufrirla, la disfrutáramos. La idea era transformar en agradables y divertidos aquellos estímulos que a mi niño le provocaban displacer.

En aquel entonces aún no tenía lenguaje; las pocas palabras que había pronunciado alguna vez las había perdido. Mis mayores deseos se reducían a volver a escuchar su vocecita diciendo “mamá” y encontrar una mirada suya buscando mis ojos.

Su mirada esquiva llenaba mis horas de ausencia, ausencia de contacto, de intimidad. No era un síntoma lo que me colmaba de angustia, era el vacío, como si por momentos nuestras almas no pudieran encontrarse. El encuentro vino de la mano de la aceptación, dejándome guiar por sus intereses y convirtiendo cada actividad en un juego repleto de placer para él, que es el placer más contagioso para una mamá. La oscuridad fue desapareciendo a medida que fui aprendiendo a despertar el brillo de sus ojos.

Cuando era pequeño, solía subirse a mi espalda mientras yo marchaba de rodillas con las manos sobre el piso, lo llevaba a pasear por la casa como si fuera un caballo. Entonces, detenía mi marcha y decía “va”. Al cabo de un tiempo, ese juego sirvió no sólo para que él dijera “va” cada vez que quería que retomara la marcha, sino que también pudo decir “Jiiii” cuando quería que levantara las manos del piso e irguiera la espalda para sujetarse con fuerza a mi cuello y divertirse por continuar aferrado sin caer. Más adelante también aprendió a decir “rápido” y “despacio” y, con esas palabras, a manejar la velocidad de su mamá-caballo.

Estaba asistiendo a la magia del lenguaje, descubriendo que hablando se logran cosas. Durante unos cuantos meses salía corriendo ante cualquier sonido que emitiera, especialmente cuando me llamaba. Nada más emocionante que volver a escucharlo decir “mamá” después de haber atravesado la posibilidad de que su capacidad de hablar se hubiera perdido para siempre.

Su evolución fue increíble, los juegos colmados de carcajadas y miradas cómplices me hicieron sentir muy afortunada; afortunada por su evolución, por la posibilidad de tomarme el tiempo para jugar con él cada día, y de escuchar aquel esperado “mamá te amo”, cuando un tiempo antes nos habían dicho que no recuperaría el lenguaje.

Su mirada, su sonrisa y su voz se convirtieron en el logro más preciado.Aquello que cualquiera daría por hecho, que suponemos va de suyo natural y espontáneamente, fue apareciendo con constancia y amor. Cada logro daba paso a un nuevo desafío, muchos de ellos podíamos resolverlos en la intimidad del hogar, los más difíciles fueron aquellos que requerían de la voluntad de otros.

Algunos pocos siempre estuvieron allí, dispuestos a acompañarnos. Una niña cobró una importancia crucial en nuestras vidas, se hizo amiga y jamás se alejó. A diferencia de los adultos que solían ver las peculiaridades como algo a corregir, ella simplemente las incorporaba y las transformaba en juego. Cuando mi hijo estaba en la primaria tenía fascinación por juntar volantes en la calle. Era una conducta extraña y bastante molesta para mí, se detenía en el camino y agarraba todos los volantes que encontraba pegados en las paredes, los traía a casa y los apilaba. No hacía nada útil con ellos, era como si encontrara placer en coleccionarlos. Una tarde su pequeña amiga lo invitó a su casa y al ver a mi hijo agarrar un volante le ofreció su ayuda alegremente, en esas pocas cuadras juntaron una gran cantidad de propagandas. Al llegar propuso jugar a la búsqueda del tesoro, y escondió aquel tesoro que habían conseguido juntos. Siguiendo el interés de su amigo, transformó una actividad carente de sentido en un juego simbólico repleto de significado y aceptación.

Eso que ella hacía espontáneamente era algo que me había costado meses de estudio comprender, seguir su iniciativa, aprovechar su interés para a partir de ahí construir una interacción íntima y significativa.

No podía dejar de preguntarme cómo hubiera sido si, al igual que para tantos otros niños, el diagnóstico y la intervención no hubieran llegado tan pronto. Qué hubiera pasado si no tenía acceso a toda la formación que tuve, si me hubiera dejado llevar por aquella sentencia inicial y no hubiese intentado construir nada, si no hubiera sabido cómo jugar, cómo ayudarlo a decir sus primeras palabras, si no hubiese buscado incansable hasta encontrar su mirada.

Una sensación de deuda me invadía, no todos tenían las mismas posibilidades que nosotros. Me sentía tan afortunada por los logros de mi hijo como en deuda con todos los otros niños que no recibirían detección e intervención tempranas, desde lo más profundo de mi ser necesitaba hacer algo para facilitar el recorrido de otras familias. Entonces fue tomando forma un nuevo hijo construido de palabras que llamaría “Amor infinito. Autismo sin límites”. En sus páginas cuento nuestro día a día, nuestros desafíos, nuestros sueños y cada una de las estrategias que resultaron útiles para ese despertar al mundo compartido.

Un tiempo después de hacer circular ese libro tuve la necesidad escribir otro, en este caso un cuento absolutamente inspirado en el esfuerzo que hacía mi hijo por jugar con un niño con autismo no verbal. Una tarde que visitamos a mis padres había un niño aleteando frente a su casa, con la mirada perdida en el cielo. Mi hijo lo saludó y lo invitó a jugar, sin obtener respuesta. Me preguntó qué le pasaba al chico y cómo podía hacer para jugar con él. Le expliqué que tenía autismo no verbal, y que unirse a la actividad de ese niño era un excelente primer paso. En pocos minutos estaban aleteando juntos, jugando primero a ser pájaros y luego otros animales. En los días siguientes pidió con insistencia nuevas estrategias. Cada vez que estábamos cerca de su casa iba a buscarlo con entusiasmo. “Yo quiero ser amigo de Santi”, dijo un día, dejando claro que para él esto era un vínculo de amor, y le dio, sin proponérselo, el título a mi segundo libro sobre autismo: un cuento que explica de un modo muy sencillo el cuadro y plantea estrategias para facilitar la interacción con niños neurodiversos.

En el intento de seguir allanando el camino a quienes recorren la neurodiversidad en 2022 fundé la Asociación Civil CEA Solidario que presido actualmente. Desde CEA Solidario, gracias al compromiso de prestigiosos profesionales, hemos brindado capacitaciones sobre detección temprana a pediatras de distintos hospitales y centros de salud de todo el país, así como posgrados sobre neurodesarrollo y acompañamiento familiar.

Hubo momentos muy duros en este camino, los peores momentos no fueron por dificultades intrínsecas de mi hijo, sino por el juicio negativo y la discriminación del entorno. Luego de años de trabajo duro, había logrado hacerse un grupo de amigos en el colegio y llevaba una vida social rica y plena, hasta que quien fuera su maestra habló con las madres de sus amigos más cercanos para que los alejaran de él ya que temía que “pudieran contagiarse sus dificultades”. En un abrir y cerrar de ojos sus mejores amigos dejaron de hablarle sin ofrecer ninguna explicación. Las quejas al colegio y las denuncias a la Dirección General de Educación no hicieron que recuperara aquellos vínculos que siguen agonizando hasta el día de hoy. La ignorancia sobre el autismo a veces toma la forma más cruel: la discriminación.

Si las amistades estaban perdidas ahí dentro habría que buscar otros espacios. Hijos de amigas y vecinos fueron ganando cada vez más terreno y se convirtieron en compañeros de tardes y aventuras. Aun cada tanto vuelve la pregunta por aquella maestra y quienes fueran sus amigos. Todavía se pregunta: “¿Por qué?”. Por ignorancia respondo, y tratamos juntos de difundir conocimientos, de luchar contra los mitos que tanto daño hacen.

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